• ✨ Cierre de año, mi último post del 2025.

    Cuando miro estos últimos meses, me doy cuenta de algo: esto no fue un tramo ligero. Fue una vida entera condensada.

    Para muchos, unos meses son poco. Para mí, fueron carretera, vuelos, baby showers, maletas, horarios, cocinas prestadas, casas que no eran mías y que volví hogar, mudanzas dentro de mudanzas, seguirme ocupando de mis responsabilidades, internamiento, frio, cansancio, dolor en el brazo y el pulso constante de estar disponible.

    Hice de todo. Lo cotidiano y lo extraordinario. Como si nada. Como si fuera fácil.

    Y quizás ahí está el punto: como soy fuerte, como me adapto rápido, como sonrío, decoro, envuelvo regalos bonito y siempre tengo el teléfono del contacto que se necesita, desde fuera parece que siempre vivo ligera. Que paso del sofrito al fregado, de ahí a la mesa linda, a la compra, a la envoltura impecable, y sigo… sin cansarme.

    Pero la verdad es otra: me canso. Me duele el cuerpo. Me pesa el alma a ratos. Solo que he entrenado el músculo de seguir.

    Y aun así, no lo vivo como suerte. Ni como que “yo pude con todo”. Lo vivo como manto. Como cuidado. Como Fe que me sostuvo cuando yo solo seguía caminando.

    En medio de todo eso estuvo Emma. Desde la presencia: llegar cada día, sostener a Gaby, amar a mi chiquitica, guardar en el corazón cada gesto, cada respiración nueva.

    Y estuvo Nicole. Volver a verla florecer en amor. Mirar cómo se cuidan, cómo se eligen, mis queridos guanabanitos. Esa alegría que no pesa, pero sí ocupa espacio en el pecho.

    Y estuvo la falta de mami. No como una nostalgia suave, sino como una ausencia que duele. Como algo que no se acomoda. Que no se vuelve ligero. Porque hay cosas —como una madre— que no vinieron para aprenderse a soltar.

    Este cierre de año no lo vivo como descanso, sino como conciencia. La de darme cuenta de cuánto sostuve. La de reconocer que esto que para mí es “normal”, para muchos sería demasiado.

    Aprendo que no tengo que demostrar que puedo con todo. Ya lo sé. Lo he hecho. En casas prestadas, en carreteras, en cocinas que no son mías.

    El autocontrol que hoy quiero practicar no es para exigirme más, sino para parar a tiempo. Para no decir sí a todo. Para escuchar el cuerpo. Para aceptar ayuda. Para elegir.

    Siento en mi corazón gratitud por Emma y por Gaby, por dejarme entrar tan dentro de su nido.

    Gratitud por Nicole y ese amor que la expande.

    Gratitud por cada encomienda que me dieron y que sostuve con gusto: llevar, cocinar, lavar, planchar, dar masajitos con crema, decorar, cuidar, organizar… porque aunque cansan, me recuerdan que soy necesaria y útil en la vida de mis hijas. Y eso también me hace feliz.

    Gratitud por lo que dolió y no me rompió.

    Por lo que me cansó y no me apagó.

    Cierro el año no diciendo: “qué fácil fue”, sino: “qué mucho hice.”

    También reconozco: ya no quiero hacerlo todo sola.

    Y vivo con la conciencia de que vivir ligera no es un sitio donde ya llegué.

    Es una meta a la que sigo aspirando.

    Gracias por leerme, por acompañarme y por estar.

    Nos reencontramos en 2026.

    ✨💛

  • El otro día leí un post que decía:

    “Aprende a crear contenido viral”.

    Y confieso que me asusté.

    ¿Viral? ¿Infeccioso? ¿De esos que causan pandemias?

    ¿Tengo que ir por la vida tosiéndole metáforas a la gente para que se me peguen los posts?

    Desde antes de las redes sociales ya existía esta fascinación por las masas.

    Roberto Carlo quería tener un millón de amigos.

    Pero ojo…

    Roberto Carlo no los quería para coleccionarlos.

    Los quería para cantar más fuerte,

    para que su voz no se perdiera,

    para que el coro lo sostuviera cuando la canción pedía pecho.

    “Llevar mi barca con rumbo norte y en el trayecto yo voy a pescar,

    para dividir, luego al arribar…”

    Había camino.

    Había trayecto.

    Había propósito compartido.

    Hoy queremos seguidores.

    Y a veces —no siempre, pero muchas veces—

    no sabemos muy bien para qué.

    Seguidores para inflar el ego.

    Para facturar.

    Para medirnos.

    Para sentir que valemos.

    Para no quedarnos atrás.

    Y si no los tenemos, parece que estamos fallando.

    Pero yo, a estas alturas de mi vida, me pregunto:

    ¿para qué quiero seguidores si ya tengo amigos?

    ¿Qué tiene de malo una comunidad pequeña pero amorosa?

    Gente que se ríe conmigo,

    que me lee sin prisa,

    que no necesita hacer scroll para encontrarme

    porque ya sabe dónde vivo… emocionalmente.

    No me interesa convertirme en un virus digital.

    Quiero ser vitamina.

    No quiero infectar.

    Quiero nutrir.

    Acompañar.

    Hacer bien.

    Que lo que escribo se comparta porque tocó algo,

    no porque bailé con una escoba,

    usé un filtro de perrito

    o seguí un tutorial que promete

    “resultados inmediatos o te devolvemos tu dignidad”.

    Si algún día algo que escribo se vuelve viral,

    que sea porque ayudó a cantar más fuerte a alguien,

    porque sostuvo un momento,

    porque hizo compañía.

    Así que sí…

    me pueden dejar fuera del laboratorio del viral marketing.

    Yo me quedo aquí,

    con mi pequeña gran comunidad,

    escribiendo para quien se queda,

    y celebrando cada lector

    como si en él viviera el millón.

    Porque aunque seamos diez,

    si son los correctos,

    la canción se oye completa.

  • Desde principios de año me dije:

    “Necesito empezar a escribir todos los días.”

    Pero apenas lo intenté, aparecieron las excusas:

    “No sé qué escribir. No sé cómo empezar.”

    Perfeccionismo. Parálisis.

    Lo de siempre.

    Entonces decidí hacerme un favor: ponérmelo fácil.

    Empecé a crear un banco de ideas.

    Anoté frases, pensamientos, imágenes…

    miguitas de pan para que mi yo del futuro no se pierda en los días difíciles.

    Pequeñas señales dejadas por mi yo del pasado,

    para ayudar al yo bloqueado del presente.

    Hoy, cuando me siento a escribir, ya no peleo con la hoja en blanco.

    Me pasa algo mucho mejor: las ideas hacen fila,

    como el tráfico en el downtown de Miami.

    Antes no aparecía ninguna;

    ahora quieren salir todas juntas, tocando bocina,

    desesperadas por abrirse camino.

    Recuerdos, reflexiones, anécdotas, aprendizajes…

    todo quiere salir a la vez.

    Y entiendo que no fue magia.

    Fue estrategia emocional.

    Fue confiar en que ponérmelo fácil no era debilidad:

    era prepararme para florecer.

    Hoy me celebro por eso.

    Porque la disciplina también puede tener la ternura

    de quien sabe esperar, acompañarse…

    y hacerse el camino amable.

    “La ternura también es una forma de disciplina:

    la de quien no se rinde,

    solo se cuida mientras avanza.”


  • (Inspirado por una idea de Lalo Yaha que se me quedó dando vueltas.)

    Leí algo de Lalo hace unos días.
    Decía que hay que aprender a elegir a quién dejamos entrar.

    Y esa frase se me clavó.
    No por nueva, sino porque ahora la entiendo distinto.

    Sí, el mundo está jodido.
    Y justo por eso, más que nunca, tengo que ser más consciente de a quién dejo cerca.
    No cualquiera merece acceso.
    Ni a mi tiempo, ni a mi energía, ni a lo que me cuesta construir todos los días.

    No quiero vivir con el corazón en guardia, la espalda tensa esperando el golpe.
    No quiero sentir que tengo que esconder mis alegrías para que no incomoden.

    No estoy dispuesta a pedir disculpas por estar bien.
    Por reír fuerte.
    Por estar creciendo.

    Quiero relaciones donde no tenga que protegerme todo el tiempo.
    Donde no haya que traducir cada palabra para que no se malinterprete.
    Donde no haya juegos de poder, ni tensión disfrazada de afecto.

    Quiero aprender a elegir bien.
    Y también a soltar a tiempo.
    A los que me desgastan con excusas, con sus dramas, que luego terminan siendo míos.
    A los que hacen daño y después lo maquillan con frases tipo: “Es que soy así” o “Tú también hiciste…”

    No.
    Ya no quiero vínculos que me pongan en modo defensa.
    Ni personas que convierten todo en una escena donde siempre quedan como víctimas.
    Gente que recorta la historia para que encaje con su versión, y te devuelve el guion donde yo soy la mala.

    Y si no le compras su drama, te acusan de no entenderlos o no saber perdonar.
    Qué conveniente.

    Yo ya no quiero eso.
    No quiero amores que pesen.
    Ni amistades que duelan.
    Ni vínculos que exijan más energía de la que devuelven.

    El amor —el verdadero— no necesita justificarse todo el tiempo.
    No humilla, no manipula, no abusa.
    Respeta. Suma. Cuida.

    Y aunque no siempre lo elijo bien, tengo claro algo:
    no todo el mundo merece un lugar en mi vida.
    Y esa certeza —aunque duela a veces— me da paz.

    Hoy, más que vínculos perfectos, busco vínculos sanos.
    Gente con la que se pueda estar sin estar en alerta.
    Gente que no revise mis cajones, que no juzgue lo que guardo.
    Gente que no necesite que yo me achique para sentirse grande.

    Quiero rodearme de personas que sean casa.
    No campo de batalla.

    Porque estar cerca de alguien debería sentirse como abrir las ventanas después de una tormenta.

    Y yo ya no estoy para prestarle la llave a cualquiera.

  • Si un día pierdo la memoria…

    Y tengo que elegir a alguien que me diga quién soy,

    no voy a elegir a Nicole.

    Porque ella no se acuerda de nada bueno que hice.

    Ni de las comidas ricas que le preparé,

    ni de las horas peinándola para que la raya quedara perfecta (o al menos derecha).

    Olvidó todas las ropitas lindas que le compraba,

    y ni hablar de los malabares que hacía para que tuviera sus benditos útiles de Keepling y de Hello Kitty…

    Una desmemoria selectiva olímpica.

    Tampoco a Gaby.

    Porque aún anda en proceso de sanación,

    descubriendo que fue ella quien me entrenó para ser mamá,

    que yo tampoco sabía…

    Y que todo lo que aprendí fue al tenerla por primera vez en mis brazos,

    sintiendo que ese —justo ese— era el papel que quería interpretar en esta vida.

    Pero como ella tiene claro que sus traumas vienen de haber estudiado en una escuela cristiana donde Darwin era mala palabra,

    probablemente va a decirme que mis métodos están caducados,

    y que no me acuerde de nada es hasta una oportunidad de “resetearme”.

    Entonces…

    Si un día pierdo la memoria,

    y necesito que alguien me recuerde quién soy,

    le voy a pedir a Tommy.

    Porque él me ve más linda ahora que cuando nos conocimos.

    Ve mis fortalezas incluso cuando yo las olvido.

    Conoce mis debilidades… y, en vez de señalarlas,

    me las abraza.

    Porque para él, cada idea mía es brillante,

    aunque no la entienda,

    aunque se la explique con papelitos y diagramas.

    Y si alguna vez se me borran los proyectos, los sueños, las ganas…

    él va a inventar unos nuevos, preciosos, llenos de flores y sentido,

    solo para seguir viéndome florecer.

    Así que, si alguna vez me pierdo de mí…

    ya sé a quién buscar para volver.

    Cuando lo compartí con mis hijas…

    Lo mandé al grupo de la familia pensando que se iban a reír.

    Spoiler: no se rieron.

    Nicole dijo que las pinté horrible y que “nama papi se llevó las flores”.

    Gaby sentenció que parecían “una miseria de hijas”,

    y exigió que el próximo journal fuera sobre lo orgullosa que estoy de ellas.

    (Con toda razón).

    Así que, como mamá que escribe…

    acá va mi respuesta.

    Parte II:

    💌 Queridas Gaby y Nicole:

    Antes que nada…

    ¡respiren profundo!

    Esto no era una cancelación pública ni un juicio final.

    Era una dramatización artística, con fines literarios y un toque de humor maternal.

    (O como dicen ahora: era contenido).

    Gaby, tú no eres una miseria de hija.

    Eres mi primera escuela, mi prueba piloto con todo el amor del mundo.

    Gracias a ti descubrí que ser mamá no era solo una función…

    era una vocación.

    Sí, nos equivocamos —ambas—,

    pero también nos reímos, crecimos y nos reconstruimos.

    Y aunque la teoría de Darwin no llegó a tiempo,

    te llegó la sabiduría, la ironía, el corazón gigante

    y esa forma tan tuya de analizar el universo mientras lo cuidas.

    Nicole, tú no estás pintada horrible.

    Estás pintada con comedia,

    como tú misma cuentas las cosas,

    como cuando haces memoria selectiva con talento olímpico.

    Pero tú eres mi risa más constante,

    mi desorden favorito,

    mi niña que le gustan las colitas perfectas y las preguntas capciosas.

    Y aunque olvides todo lo bueno,

    yo sé que está guardado en tu corazón,

    en algún lado entre un sushi bien hecho

    y una playlist con Bad Bunny y Taylor Swift.

    Y sí…

    Papi se llevó todas las flores.

    Pero porque ustedes saben que él las siembra,

    las riega,

    y después me las lleva en el café de la mañana.

    Yo no tengo hijas miserables.

    Tengo mujeres completas, únicas,

    que saben cuándo reclamar su espacio incluso en un texto de su mamá.

    Y por eso,

    me siento la más afortunada del planeta.

    Con amor,

    la mamá que escribe, ríe, se emociona…

    y luego corrige porque sus hijas le hacen un “review” con sinceridad brutal.

  • Sostengo.

    A otros, a los míos, a mí.

    Es casi un reflejo: estar, cuidar, notar lo que falta antes de que lo pidan.

    Tengo años afinando esta fuerza, convirtiéndola en hábito, en instinto, en manera de amar.

    Sé acompañar tormentas.

    Sé leer silencios.

    Sé abrir espacio para que otros respiren.

    Pero hoy —en este día en particular— sentí algo que a veces me cuesta admitir:

    yo también quiero que alguien me sostenga.

    No porque no pueda.

    Puedo.

    He podido toda la vida.

    Pero sostener siempre, sin pausa, cansa… incluso a las que hemos sido “las fuertes” desde siempre.

    A veces quisiera que alguien me mirara y entendiera sin explicaciones.

    Que dijera: “ven, siéntate un rato, yo te sostengo a ti”.

    Que sintiera mis hombros tensos y dijera: “suéltalo, no lo cargues sola”.

    Y no es contradicción.

    Es humanidad.

    Soy sostén, sí.

    Pero también tengo mis grietas.

    Soy faro, pero a veces la luz se me baja.

    Camino firme, pero también me tambaleo cuando la vida se pone pesada.

    Hoy lo sentí más claro que nunca.

    Un momento pequeño —una palabra, un gesto, un cansancio acumulado— bastó para recordarme que no siempre tengo que ser la que recoge los pedazos, la que pone orden, la que aguanta todo.

    He aprendido que necesitar no me resta.

    No me quita fuerza.

    No me vuelve frágil.

    Al contrario: me vuelve real.

    Me vuelve humana.

    Me vuelve más yo.

    No tengo que elegir entre dar o recibir.

    No tengo que ser solo la columna de todos.

    Merezco ambas cosas: ser sostén… y ser sostenida.

    Hoy me permito bajar los hombros.

    Respirar.

    Reconocer que también me tiembla el alma a veces.

    Recordar que la fuerza no siempre es aguantar;

    a veces es soltar.

    Y en ese vaivén —imperfecto, honesto, mío— entre sostener y dejarme sostener,

    encuentro una versión más completa de mí.

    Porque sostener no siempre es cargar:

    a veces es permitir que la vida, y la gente que amas, también te sostenga a ti.

  • Una historia real sobre amor contenido, decisiones conscientes y la llegada de Emma — ese milagro que me enseñó a estar cerca sin invadir, y a acompañar con ligereza y gratitud.

    Hoy tocaría empezar la segunda temporada.

    Y aunque parece una etiqueta casual, no lo es.

    Le llamé “primera temporada” a esa etapa en la que compartía una reflexión cada semana, con el corazón en cuenta regresiva, sabiendo que para estas fechas ya sería abuela.

    Mis prioridades estaban claras: pausar, soltar, y estar lista para recibir el regalo más grande de todos — ver a mi chiquita grande convertirse en mamá.

    La noticia de que Emma venía en camino fue un antes y un después.

    Un catalizador que me empujó a seguir expresándome a través de las palabras.

    Las emociones eran tan grandes que no cabían en el pecho: solo podían convertirse en cuentos, en historias tejidas con amor, pensadas para que algún día Emma las escuche y sepa cuánto fue esperada, soñada, celebrada.

    Y sin embargo, no todo podía ser dicho.

    Yo quería gritar la noticia a los cuatro vientos, llenar el mundo de fotos, palabras y abrazos.

    Pero Gaby quería silencio. Quería intimidad.

    Y la entendí. Respeté ese gesto tan suyo, tan fuerte, tan amoroso a su manera.

    Fue un hermoso ejercicio de contención: guardar la alegría sin esconderla.

    Llevarla por dentro, como ella llevaba a Emma.

    Hoy, esta aprendiz de “vida ligera” tiene el corazón más lleno que nunca.

    Porque ya llegó “mi chiquitica –de Gaby–” y, con ella, una nueva forma de amor que no se puede describir… pero aquí estoy, intentándolo.

    Empacamos lo más ligero que pudimos.

    Yo —que detesto manejar— me lancé hasta Atlanta porque quería tener mi carro, y que Tommy tuviera el suyo.

    Y aunque teníamos espacio para quedarnos en casa de Gaby, elegimos alquilar un Airbnb cerquita.

    Una manera de estar cerca, apoyar sin imponer.

    De dar espacio, y a la vez dar todo el amor.

    Dos meses de residencia provisional, justo al lado de donde el corazón late más fuerte.

  • ¿Quién soy?

    A veces creo que soy lo que me apasiona.

    Esa chispa que se enciende cuando escribo, cuando una conversación me toca el alma, cuando una idea nueva me sacude por dentro.

    Soy la curiosidad que no envejece, las ganas de aprender aunque no haya examen final.

    Soy la emoción que me atraviesa cuando veo a alguien que amo logrando algo, o cuando siento que dejo una huella —aunque sea pequeña— en la vida de alguien más.

    Otras veces, creo que soy lo que me duele.

    Las despedidas que aún pesan, las expectativas que no se cumplieron, los silencios que dejaron eco.

    Soy también la cicatriz que ya no sangra pero sigue recordando.

    El duelo por las versiones de mí que ya no volverán.

    Y sin embargo, esas partes también me construyen, también me enseñan.

    A veces me defino por lo que busco: serenidad, propósito, una conexión más profunda con lo invisible.

    Me veo en lo que persigo, en lo que espero, en los lugares a los que mis pensamientos regresan.

    Pero también me descubro en lo que ya no necesito.

    En las luchas que decidí soltar, en las validaciones que dejé de mendigar, en los ruidos que ya no me interesan.

    Hay días en que me siento raíz: firme, conectada con mi historia, anclada en mis valores.

    Y otros días, vuelo: con ganas de nuevos paisajes, abierta al cambio, pero también desorientada, sin saber muy bien dónde posar mis alas.

    Quizá soy esa mezcla única de pasado vivido, presente que construyo y futuro que me ilusiona.

    He sido muchas mujeres en una sola vida.

    Y todas ellas siguen viviendo dentro de mí, aunque algunas solo hablen en susurros.

    Tal vez no hay una sola respuesta.

    Quizá soy más pregunta que certeza, más proceso que definición.

    Y hoy, elijo que eso no me angustie.

    Porque tal vez la verdadera identidad no está en lo que se puede decir en una frase, sino en cómo se vive cada día.

    Hoy me permito no tener una forma cerrada.

    Hoy acepto que soy movimiento, intuición, deseo y conciencia.

    Que me reinvento sin dejar de ser yo.

    Que tengo derecho a no saber, y también a seguir preguntando.

    Y que mientras lo haga con amor y con intención… ya estoy siendo.

    Publicado originalmente en Instagram. Hoy lo comparto aquí, en mi casa virtual, para recordarme que la respuesta más honesta siempre está en movimiento.

  • A veces me sorprendo preguntándome:

    ¿A qué he venido yo al mundo?

    ¿Hace falta hacer algo grande, memorable, para dejar huella?

    Tendemos a pensar que lo importante está reservado para quienes inventan, descubren, conquistan o escriben libros.

    Pero estos días, mientras investigaba la historia de los Febles, me golpeó otra idea.

    Quizás mis ancestros también murieron pensando que llevaron vidas ordinarias.

    Antonio, que dejó su isla natal para cruzar el mar en busca de fortuna.

    Miguel, que amó la tierra donde nació y luchó por ella, aunque fuera nueva para su linaje.

    Froilana, que en una época difícil sacrificó comodidad y seguridad para darle independencia a los suyos.

    Ninguno de ellos buscaba pasar a la historia.

    Hacían simplemente lo que creían correcto, lo que les dictaban el corazón, las circunstancias, el amor.

    Y aquí estoy yo, siglos después, admirada por sus vidas.

    Lo que tal vez fue rutina o supervivencia en su momento, hoy me parece admirable, casi heroico.

    Entonces entiendo algo profundo:

    no siempre somos conscientes de la trascendencia que dejamos.

    Lo importante, muchas veces, viene en forma de semillas pequeñas,

    esas que depositamos en quienes un día mirarán atrás y dirán:

    “Aquí hubo algo valioso.”

    Hoy escribo para recordarme que lo extraordinario suele estar escondido en lo cotidiano.

    Que con amor, compromiso y propósito,

    hasta lo más sencillo puede ser una forma silenciosa de dejar huella.

    🌳 Epílogo personal

    Durante años he seguido el hilo de mi historia familiar, en busca de las raíces que me trajeron hasta aquí.

    De esa búsqueda empecé Yo Soy Febles, un cuento donde la genealogía se mezcla con la emoción y la historia con la memoria.

    Allí se encuentran Antonio, el isleño que dejó Tenerife para empezar de nuevo en la frontera;

    Miguel, su hijo, que amó la tierra hasta luchar por ella;

    y Froilana, la mujer que sostuvo una patria desde la cocina, la independencia y el exilio.

    Entre sus páginas también aparecen los Santana —sí, Pedro Santana, el primer presidente de la República Dominicana, y su hermano Ramón—, dos figuras tan poderosas como polémicas.

    Uno se casó con mi tatarabuela Micaela, la viuda de Miguel Febles, y el otro con Froilana, mi protagonista.

    Y sí, el dinero de Miguel y de Antonio —el ganado, la tierra y los años de trabajo— terminó financiando las guerras independentistas.

    Un auténtico cruce entre historia, política y destino familiar.

    Más que un cuento, Yo Soy Febles es una conversación entre siglos: una manera de entender cómo lo que fue rutina para mis antepasados se volvió legado para mí.

    Y si:

    Empecé buscando una voz olvidada y encontré la mía.

    Una temporada dedicada a encontrar ligereza sin perder profundidad,

    🌾 Cierre de temporada

    Este texto marca el final de la primera temporada de Viviendo Ligera.

    a reconocer que sanar también puede ser recordar,

    y que a veces las raíces no pesan:

    sostienen.

    💫 Gracias por acompañarme hasta aquí.

    Nos reencontramos pronto, en una nueva etapa donde pasado y presente seguirán conversando.

  • Originalmente, este era mi camino.

    Una decisión personal, una promesa de silencio, introspección y pies llenos de polvo.

    Pero Tommy se pegó al plan —como él dice—, y lo tomamos juntos.

    Y supe que, aunque ninguno de los dos lo supiera, esa decisión cambiaría el viaje por completo.

    Caminar con alguien es otro tipo de peregrinación.

    No solo llenas tu mochila, sino que compartes el espacio con las emociones del otro.

    A veces en silencio, a veces con risas, muchas veces con miradas.

    La presencia del otro no acorta el camino, pero sí aligera la carga.

    No quita las subidas, pero te recuerda que no estás sola para subirlas.

    Descubrí que hay un alivio secreto en las piernas cuando alguien camina contigo.

    Cada paso se vuelve red y sostén.

    La sola existencia del otro te empuja suavemente hacia adelante.

    Con Tommy no hablábamos todo el tiempo.

    Pero cuando lo hacíamos, eran diálogos limpios, sin ruido, sin rutina, solo humanos.

    Y ahí entendí algo: los tramos más largos parecían más cortos, no porque fueran fáciles, sino porque fueron compartidos.

    Ese camino no fue solo una ruta en España.

    Fue un entrenamiento para la vida en pareja.

    Para esos días largos, los paisajes repetitivos, las pausas necesarias, las sorpresas pequeñas.

    Fue descubrir que caminar juntos no significa estar pegados, sino saber que el otro está, incluso cuando no dice nada.

    Y que llegar, en realidad, nunca fue la meta.

    ¡Buen camino!

    ✨ Gracias por leerme.

    Y tú, ¿qué caminos compartes con alguien que hace tu andar más ligero?

    #Amordepareja #Caminoscompartidos #Peregrinación #Vidaligera #Reflexiones